Cuando nos compramos el vuelo a Italia creíamos que era sin una razón aparente. Tenemos pasaportes italianos y estábamos estudiando italiano hacía ya un tiempo. De alguna manera, de todas las opciones de Europa, esta era la que más sentido tenía.
Lo que no sabíamos era que ese sentido (¿inconsciente quizás?) se iba a develar al llegar allá.
Las primeras semanas en Roma no fue obvio: era claro que estábamos en un lugar distinto, un país con otro idioma, otras caras, otras cotidianidades. Andar en tranvía, comernos una pizza entera (porque en esta ciudad la pizza es finita, finita). Ver gente manejar desquiciadamente y no tener un solo accidente. Eran todas cosas que nos resultaban diferentes, extranjeras en sí mismas.


Pero había algo raro en todo eso. Una sensación impalpable de ya haber visto todo esto, una especie de deja vu constante. Algo que no podíamos definir claramente.
La revelación nos llegó unas semanas después. Creíamos inocentemente que estábamos yendo a Nápoles a visitar amigos, a marcar un lugar más al mapa. Esta era solo una parada más en nuestro camino al sur. El ruido, los olores y el abarrote visual ni bien llegamos no nos dejó darnos cuenta de entrada.
Pero a los pocos días lo descubrimos.
Fue la cuarta noche que estábamos en Nápoles. Era temprano pero ya teníamos sueño, y en el departamento donde nos estábamos quedando no teníamos nada en la heladera. Era una noche calurosa de primavera así que decidimos salir a buscar algún lugar donde comer algo rico y barato (una tarea no muy difícil en Italia).
A las pocas cuadras del departamento encontramos un puesto al paso, de esos de comida rápida. Nos llamó la atención que no veíamos a nadie, pero ahí también nos dimos cuenta de que no había nadie en la calle siquiera. Pensamos simplemente que sería un horario temprano para comer y fuimos a hacer el pedido.
El señor que atendía era alto y grandote, con un pelo largo bien canoso, transpiración en la frente y un delantal que parecía haberse salteado varios lavados. A los gritos en un napolitano críptico (gracias por nada, Duolingo) nos tomó el pedido mientras miraba de reojo un televisorcito que tenía a un lado. Le preguntamos qué miraba. Nos dice entonces que esa noche están jugando, a unas pocas cuadras de ahí, el Nápoli y la Roma. Esa era la razón por la que la calle estaba desierta.
«Un partido de fútbol», nos explica, haciendo señas como queriendo hacer una pelota, como si fuéramos extraterrestres y no supiéramos qué es el fútbol.
El Pollo asiente entonces efusivamente (de esa manera exagerada que uno tiene de gesticular cuando habla con alguien en otro idioma) y dice: «Sí, sí, entendemos, somos argentinos».
Lo que pasa a continuación es clave, es la clave. Lo que necesitábamos para descifrar ese deja vu, ese no-sé-qué que veníamos sintiendo hacía ya varios días.
Ni bien el Pollo dice esa frase el señor en cuestión empieza a los gritos.
«¡Maradoooona, Maradooona!».
Como si se hubiera encontrado con Maradona mismo.
Nos damos vuelta, pensando que sí, capaz Maradona anda por acá y paró en el puestito a comer algo. Pero no, no hay nadie.
Y el señor grita y se emociona, y nos mira como si fuéramos los hijos que hace años que no ve y que de pronto aparecimos a comprarle una hamburguesa de sorpresa, sale del puesto y se pone a revolear una bandera del Nápoli que tiene afuera colgada.
Nos empezamos a reír de lo bizarro de la situación y ahí nos damos cuenta.
De acá venimos.
Nos sentamos a esperar la comida y nos quedamos en silencio, pensando en lo que acaba de pasar. El señor mientras tanto sigue gritándonos de fondo nombres de jugadores argentinos de fútbol.


Los gritos, la emoción, la familia, la comida, el fútbol, la pasión. Todo esto, que parece una lista de las cosas más argentinas que puede haber, también aplica cien por ciento a esta ciudad.
Quien haya estado en Nápoles puede tener dos opiniones: o la ama, o la odia. Acá no hay grises.
Y si sos argentino, creo que no hay chance que esta ciudad te deje indiferente. Por más que estés en otro país, estás de pronto, a miles de kilómetros de tu casa, en algo más familiar y más cercano que lo que pueden ser incluso Brasil o Uruguay.
Siento que para un argentino ir a Nápoles debe ser como el equivalente de poder volver al útero de su madre. Es entender tanto con tan poco acerca de la naturaleza y la idiosincracia de un país entero: todo eso que en los diarios y los noticieros argentinos se preguntan de «por qué somos como somos», «por qué nos va como nos va», por qué tu hablamos a los gritos y por qué gritamos efusivamente a la tele cuando Messi erra un gol.
Nápoles es es el concentrado de todas esas cotidianidades a las que uno ya está acostumbrado.
Es, para un argentino, una de esas ciudades para viajar lejos pero sentirse cerca de casa.